Cursillo de Formadoras en Vallecas

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Antropología Teológica

Como todos los años venimos haciendo, este año nos reúne el curso confederal 2025 para las formadoras de las comunidades de la Orden en Madrid, desde el día 17 hasta el día 21 de marzo, en la casa de los Hermanos Salesianos. Nos acompaña el Padre José Miguel Núñez Moreno, SDB, a quien muchas de nosotras conocemos del año anterior, y el P. José Joaquín Gómez Palacio, SDB. Han sido días muy intensos e interesantes; también fue un encuentro de familia.

En la concepción más genuinamente cristiana del término, la revelación no tiene otro objeto sino Dios mismo, que se da a conocer mediante Cristo, Verbo encarnado, para que los hombres, en el Espíritu Santo, por medio del mismo Cristo, tengan acceso al Padre (cf Vaticano II, DV 2). El hombre, en una primera aproximación, es el destinatario de la revelación y de la salvación que ésta anuncia y realiza, no su objeto directo. Pero, por otro lado, el conocimiento de Dios y de la salvación que en Cristo se nos ofrece nos descubre la definitiva vocación del ser humano, el designio de Dios sobre él, con una profundidad que de otro modo no nos hubiera sido nunca accesible. En este sentido, el hombre, precisamente en cuanto destinatario de la revelación divina, se convierte también en objeto de la misma. Sólo a la luz de la salvación que Cristo nos trae descubrimos a qué estamos llamados y, por consiguiente, quiénes somos: «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22). La revelación cristiana presupone el hombre, y, por tanto, una cierta idea que éste tendrá de sí mismo; pero, por otra parte, la novedad de la encarnación del Hijo no puede dejar de enriquecer e iluminar esta visión.

San Ireneo y Tertuliano considerarán que la imagen de Dios Padre es el Hijo encarnado, que da así a conocer al Dios invisible. El hombre ha sido creado desde el primer instante según la imagen del Hijo, que habría de encarnarse y resucitar glorioso en su humanidad. Cuando Dios modelaba al primer Adán del barro, pensaba ya en su Hijo que habría de hacerse hombre y ser así el Adán definitivo. Según esta línea de pensamiento, el hombre ha sido creado a imagen de Dios según todo lo que es, en su alma y en su cuerpo, con una insistencia especial en este último. Ningún aspecto del ser humano queda excluido de esta condición de imagen, ya que todo él ha sido llamado a participar de la resurrección de Cristo. A pesar de estas notables diferencias, hallamos de nuevo unida la teología de los primeros siglos en la distinción entre la imagen y la semejanza divinas: mientras la primera viene

ya dada con la creación, la segunda se refiere a la perfección escatológica, a la consumación final. Aunque esta distinción no encuentre un apoyo totalmente literal en la Escritura, no es del todo ajena a ella (cf 1 Jn 3,2), y por otra parte pone bien de relieve un aspecto muy presente en el Nuevo Testamento: el carácter de camino de la existencia humana, la necesidad constante del progreso en la unión y el seguimiento de Jesús.

La fe cristiana nos dice que el hombre no ha sido fiel a este designio divino y que desde el principio el pecado ha sido una realidad que ha entorpecido la relación con Dios. Pero, en su fidelidad, Dios siempre nos ha mantenido su amor, y en Cristo, la semejanza divina deformada ha sido restaurada (GS 22). Por lo demás, la naturaleza humana, sin duda profundamente afectada por el pecado, no ha quedado del todo corrompida de raíz.

El ser humano es el sujeto y el objeto de la historia, el centro de la naturaleza y, para los cristianos, el culmen de la creación. Por ello debería ser el elemento medular de todas las ciencias. “El cristianismo representa el lugar donde nace la antropología, sobre todo a partir de la gran síntesis realizada por San Agustín como intérprete de la filosofía antigua”. El ser humano, como imagen de Dios, es el fundamento de toda la antropología cristiana y el gran argumento a favor de su dignidad innata.

La antropología cristiana coloca a la persona en el centro; desde ahí, es que ella se interroga sobre Dios, por ella misma, por su relación con el resto de la naturaleza, con su prójimo. La teología, por su parte, se centra en la respuesta de Dios, y esta respuesta únicamente puede ser entendida y aceptada en la interioridad, en su alma, por medio de su espíritu. Pero el cuerpo no es algo despreciable o secundario, sino que el ser humano es una unidad, una compacta realidad que reclama por su dignidad, algo defendido en el presente, pero que solo fue posible por la herencia cristiana. Por ello, este ensayo también es una antropología cultural y una teología fundamental.

María Sin Pecado

Ahondando todavía en el Misterio de María, se descubre que esta sencilla y humilde virgen de Nazaret se ha encontrado, por voluntad de Dios, “en el centro mismo de aquellos ‘inescrutables caminos’ y de los ‘insondables designios de Dios’, conformándose a ellos en la penumbra de la fe, aceptando plenamente y con corazón abierto todo lo que está dispuesto en el designio divino”. Y es precisamente desde ahí, desde esa total aceptación del mensaje divino, como “sirvió con diligencia al misterio de la redención con Jesús y bajo Jesús con la gracia de Dios omnipotente”. María, evidentemente, no es el “centro” del misterio cristiano, pero pertenece clara e imprescindible a ese “centro”. El “centro” del Misterio cristiano es indudablemente Cristo. Pero el Misterio cristiano tiene como punto de partida innegable e innegociable la verdadera (no aparente), objetiva (no subjetiva) e integral (no parcial) asunción de la naturaleza humana por parte del Verbo en el seno de una mujer: María. María, sin Cristo, pierde toda relevancia y significado en la historia de la salvación.