y el cuidado de la hermana, como fundamento de
una auténtica comunión fraterna
Queridas hermanas,
¡el Señor os dé la paz!
La celebración anual de la Fiesta de Santa Beatriz de Silva, me brinda una excelente ocasión para saludaros muy afectuosamente, estrechando los vínculos fraternos y nos proporciona la oportunidad de profundizar la riqueza espiritual de nuestra vocación franciscana concepcionista.
Este 24 de mayo se han cumplido cinco años de la publicación de la Encíclica Laudato si’, la cual, junto con la dramática experiencia de la pandemia que estamos viviendo, nos recuerda la interconexión de la comunidad humana y la urgente necesidad de la solidaridad y la cooperación de todos y en todos los ámbitos de nuestra vida, para la salvaguarda y el cuidado de la creación.
En efecto, es evidente la actualidad de las enseñanzas del Papa Francisco en este documento sobre el cuidado de la casa común. Ellas nos evocan la luz que proyecta la Biblia a través del relato de los “seis días” de la Creación, que nos da a conocer el valor de todo lo creado y nos expresa cómo todas las cosas deben su propia existencia a Dios, de quien reciben bondad y perfección, sus leyes y lugar en el universo, además de mostrarnos que, entre todas las criaturas, existe una interdependencia, unidad y solidaridad querida por Dios.
Ecología integral en “Laudato Sí”
Desde la lectura de la Palabra adquirimos la responsabilidad de respetar las leyes inscritas en la Creaciónylasrelacionesquedimanandelanaturaleza de las cosas, respetando su interdependencia, lo que la encíclica describe como ecología integral queriendo recalcar que está completa y que está interrelacionada.
El Papa Francisco describe los rasgos principales de esta ecología integral e integradora en el capítulo IV de Laudato si’, dándonos a entender que existe una íntima interconexión; que no se puede separar
la ecología ambiental de la ecología económica, ni de la ecología social y la ecología cultural. Llega a recalcar que la ecología integral “implica [también] analizar el espacio donde transcurre la existencia de las personas… [puesto que] los escenarios que nos rodean influyen en nuestro modo de ver la vida, de sentir y de actuar” (LS, 147). Llamándole a ésto: ecología de la vida cotidiana: “Hace falta cuidar los lugares comunes, los marcos visuales y los hitos urbanos que acrecientan nuestro sentido de pertenencia, nuestra sensación de arraigo, nuestro sentimiento de «estar en casa» dentro de la ciudad que nos contiene y nos une” (LS, 151).
Y como centro y unión de estas distintas ecologías, que conforman una ecología integral, se encuentra el principio del bien común. El bien común, nos lo describe el Papa Francisco, como el “conjunto de condiciones de la vida social” que ayudan a todo grupo y a cualquier persona humana a alcanzar su plenitud y perfección. Tres verbos a tener en cuenta, según el Papa: “El bien común presupone los derechos básicos e inalienables de la persona humana (…). [El bien común] también reclama el bienestar social y el desarrollo de los diversos grupos intermedios (…), el bien común requiere la paz social (…) [y la práctica de] la justicia distributiva (…) (LS, 157).
“La noción de bien común incorpora también a las generaciones futuras” (LS, 159). Según el Papa Francisco, sólo alcanzaremos un desarrollo integral y sostenible si practicamos la justicia o solidaridad intergeneracional cuya lógica es “la del don gratuito que recibimos y comunicamos” (LS, 159). Nuestra dignidad y la de las generaciones que nos sucedan dependen de la seriedad con que nos tomemos este desafío intergeneracional.
La ecología con mirada de fe
Es evidente que a todos los seres humanos corresponde la responsabilidad de cuidar esta tierra, por eso los consagrados no podemos eximirnos
de ese honroso deber. Creer en Dios nos exige colaborar con su proyecto sobre el mundo. Nuestra fe, esperanza y amor ha de impregnar la reflexión ecológica y la práctica de un mayor respeto hacia el mundo creado por Dios, percibido en términos de gratuidad y de ofrenda.
A esta vivencia nos sentimos llamados e impulsados en virtud de nuestra fe en la Trinidad de Dios. Creer en Dios significa preguntarnos cómo actuar también en cuanto al uso de las cosas creadas, como explícitamente afirma el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 226).
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Creer en un Dios Creador, significa proclamar la bondad del mismo creador y la grandeza de su criatura. Y, al mismo tiempo, significa aceptar el honor y el deber de la colaboración en la tarea de una creación que continúa. La ecológica nos hace replantear el sentido de la creación y del mundo creado, al igual que nos hace plantearnos, con igual fuerza, la pregunta por la dignidad, la majestad y la finalidad del ser humano con relación a la obra de sus manos y al mundo en el que y del que
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Creer en un Dios Redentor significa confesar que en Jesucristo la naturaleza y la historia han sido exaltadas a su dignidad más alta. Eso significa proclamar, desde la fe, que en Cristo comienza una nueva creación (GS 39).
En una ecología integral tampoco podemos olvidar el misterio de la encarnación del Verbo en la naturaleza humana, el misterio de la gracia con que María se presenta como esa mujer restablecida al origen del orden y la vida. Pero tampoco podemos ignorar el misterio de la resurrección de Cristo, primicia y anticipo de la renovación de la humanidad caída en el pecado. A la luz de la Pascua entendemos y asumimos las posibilidades de semejanza con la Inmaculada que Santa Beatriz señaló.
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Y creer en un Dios, al que confesamos como Espíritu de Amor, supone descubrir cada día el valor de epifanía y de promesa que encierra el mundo creado, como anticipo de la paz y de la gloria que esperamos.