El Espíritu es una realidad para la Iglesia y para todo cristiano, pero al mismo tiempo, es también una promesa que Dios nos hace siempre de nuevo. Nadie puede pensar que la donación del Espíritu sea un hecho que se pueda medir o un acontecimiento puntual. De manera semejante al amor entre dos personas, la presencia del Espíritu en la Iglesia y en el corazón de los hombres es una fuerza dinámica. No se posee de una vez para siempre, como se puede tener y guardar un objeto material de valor. El Espíritu, como el amor, nace y crece; podríamos decir, mejor
todavía, que nos hace nacer y nos hace crecer. Este dinamismo, esta fuerza vital, está en relación a la capacidad de recepción y de fidelidad de la Iglesia y del hombre en los diferentes momentos de su existir. Jesús se nos manifiesta como el hombre fielmente abierto a la donación de Dios. Su receptividad se manifestó, sobre todo, en su Pascua: dándose libremente recibe la vida con plenitud. Él es el RESUCITADO, el HOMBRE NUEVO. El Espíritu de Jesús es el mismo Espíritu de Dios. El ESPÍRITU es el fruto de esta actitud abierta y dialogante entre Jesús y su Padre. Sólo para Jesús el Espíritu deja de ser una promesa. Sólo él lo posee como realidad plena.
«No apaguéis el Espíritu» les dirá san Pablo a los tesalonicenses(5, 19) y esa debe ser una consigna permanente de la Iglesia, lo mismo para sus estamentos jerárquicos que para sus comunidades de a pie. La historia demuestra que de los estratos más humildes, de las personas menos relevantes pueden salir santos insignes lumbreras de la Iglesia. Cristo mismo daba gracias al Padre porque ha ocultado cosas de mucho valor a los sabios y prudentes de este mundo y las ha revelado a los sencillos. De lo cual tampoco hay que concluir que el magisterio de la Iglesia sofoca la creatividad, o quela autoridad en su seno coarta la libertad de los hijos de Dios. La infalibilidad del Papa es un carisma singular, asegurado por la asistencia superior del Espíritu. Lo mismo los dones sacramental es del episcopado y del sacerdocio, para el buen régimen de las comunidades de todos los niveles. Nada tan erróneo ni tan dañino como oponer en la Iglesia carisma a institución, santidad la disciplina. La humildad, la docilidad, la unión con los hermanos, la comprensión de los demás, suelen ser signos patentes de la autenticidad de los carismas. Todo lo que segrega, divide, engríe o aísla, es difícil que pueda asegurar o expresar la presencia del Espíritu de Dios.