SAN FRANCISCO DE ASÍS – 4 de octubre –

SAN FRANCISCO DE ASÍS – 4 de octubre –

Cuando, cercano a la muerte, Francisco escribe su Testamento, comienza recordando su conversión: “El Señor me dio a mí, el hermano Francisco, el comenzar de este modo a hacer penitencia: pues, como estaba en pecados, me parecía muy amargo ver a los leprosos; pero el Señor mismo me llevó entre ellos y practiqué con ellos la misericordia”.

Francisco había nacido en Asís en el año 1181/2. Su padre, Pedro Bernardone, era un comerciante próspero, que se había enriquecido con el mercado de las telas. El joven Francisco le ayudaba y aprendía el oficio. Era alegre y generoso. Sus amigos le nombraron rey de la juventud de Asís. Pero, al mismo tiempo, soñaba con algo más: anhelaba ser nombrado caballero y adquirir gloria y riquezas.

Con ese propósito se alistó con un noble para ir a la guerra. Fue entonces cuando el Señor le salió al encuentro: en la ciudad de Espoleto, en medio de un sueño le propuso otro camino: servir al Amo y no al siervo. Francisco tuvo la experiencia de que el Señor le buscó cuando él no buscaba al Señor. El Señor salió a buscarlo cuando él andaba despistado en otras búsquedas y anhelos. Aquello fue el inicio de la conversión de Francisco.

Y el Señor le llevó entre los últimos, los más abandonados y los más necesitados, los leprosos, para que aprendiese la senda de la misericordia y comenzase a mirar todo a una luz nueva. Según sus palabras “lo amargo se le convirtió en dulzura”. Se dejó guiar por Dios, que le llamaba a seguir las huellas y el evangelio de nuestro Señor Jesucristo. Mirando a Jesucristo, dejó de anhelar glorias y se convirtió en el juglar de Dios; dejó de ambicionar riquezas y se convirtió en el poverello; dejó de pensar solo en sí mismo y se convirtió en el hermano de todos. Francisco se nos ha quedado así para siempre: el juglar de Dios, el poverello de Asís, el hermano Francisco.

Francisco se supo llamado a ser sencillamente el juglar de Dios: alguien que no está pendiente de ser más que los demás, de buscar alabanzas para sí, de celebrarse a sí mismo, sino que ha entendido que el bien, todo bien, es Dios y que de Él procede todo lo bueno. Francisco con su vida se hará un pregonero de la bondad de Dios. Él reconoce y canta que solo a Él pertenece toda la gloria y toda alabanza, mientras que cuando las personas nos dedicamos a buscar nuestras propias glorias y a vivir desde nuestras vanidades, soberbias y orgullos, creamos entre nosotros relaciones viciadas y mentirosas, desde las que nos dañamos. Cuando se ha entendido que el único Señor es Dios, podemos entablar relaciones mucho más fraternas.

Francisco se supo llamado a seguir a Jesucristo pobre y ser el poverello. Hubo un tiempo en que Francisco anhelaba ser rico; más rico que su padre comerciante. Pensó que por ahí estaba el camino de la vida, de la dicha. Pero el encuentro con Jesucristo pobre y crucificado, que se hizo el último y optó por vivir buscando el bien para los demás, le llevó a Francisco a no desear tener nada, no acaparar nada, tener a Dios como “riqueza a satisfacción” y estar entre los demás como el menor. Había visto demasiado cómo el afán de riquezas crea divisiones, pobrezas y dolores a su alrededor. Siendo el poverello podría construir paz, vivir compartiendo, hacerse próximo de los más pobres y abandonados.

Francisco se supo llamado a ser  sencillamente el hermano Francisco. Hermano de todos, por creer que hay un Dios Padre, que nos hace a todos hermanos. Hermano de todos, sin barreras; teniendo espacio para todos en su corazón y en su abrazo; yendo a dialogar con el sultán de Egipto Al-Malik Al-Kamil; creando paz entre los habitantes de Gubbio y el lobo/bandidos; tratando a todos y a toda la creación como una gran fraternidad. Desde el inicio de su conversión, cuando el Señor le llevó entre leprosos para practicar la misericordia, aprendió que el camino de la vida es el de la compasión, el perdón y las relaciones basadas en la verdadera justicia y en la verdadera misericordia.

Quien se encontró con Francisco se encontró con un pedazo de cielo, con una bendición. Su manera de entender y vivir el evangelio, con sencillez y limpieza, le hizo anuncio vivo de la buena nueva del Reino de Dios.